En las últimas semanas he tenido ciertas coincidencias: estuve en el matrimonio de la hija de una querida amiga, un compañero de trabajo se está casando y personas queridas han celebrado su aniversario de boda; y me he puesto a pensar en el matrimonio. A pensar que el matrimonio se ve más lindo en la fiesta, en el romance, en el tiempo de enamoramiento y que luego las parejas se van acomodando de acuerdo a modelos familiares aunque hayan jurado nunca ser como sus padres. Aunque según una buena amiga, cada nueva generación tiene mejor calidad de vida emocional que sus padres.
El matrimonio es romance, puro romance antes de casarse. Es novedad y estreno de casa, de relación, de cuerpos, y eso los mantiene distraídos por un tiempo. Luego viene la lucha de poder en la que ella quiere tener la casa de sus sueños, el esposo de sus sueños, la vida de sus sueños; mientras el esposo solo quiere algo de libertad y tranquilidad. Algunos matrimonios mueren justamente en esta etapa pues el egoísmo disfrazado de “yo solo quiero lo mejor”, o “yo quiero sentirme amada”, o” y a pesar de todo lo que doy no veo que es valorado”…… Justamente por esto es mejor postergar la maternidad, porque si le añadimos un llanto demandante a esta mezcla, lo más seguro es que fracasen o sigan adelante con la sensación de fracaso escondida, o que usen al pequeño para que reemplace emociones frustradas o sueños incumplidos. Y la verdad es que estos pequeños merecen padres con la película clara y su situación personal resuelta. Padres a quienes mirar y admirar, que muestren amor verdadero y desinteresado y que pongan reglas claras para crecer en un ambiente seguro.